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martes, 1 de enero de 2008

¿TOMAMOS LA SENDA EQUIVOCADA?, Rosina Valcárcel


(A Elena)

Los célebres nos expulsaron de sus graciosas veladas
Sus hocicos de lobo fueron su don supremo
No obtuvimos medallas ni grandes laureles
Aluciné absurda muchas palabras demás
En las polémicas perdí los jazmines de mi cabellera
Y las revistas de la Pequeña Lulú
Mientras Vargas Llosa brindaba a sus anchas
Sus verdades de Escritor en el Viejo Continente
Tú y yo simplemente jugamos a cruzar caminos y ríos
A escribirnos a hurtadillas

A bailar tango
Y garabatear páginas para nuestro ghetto
Pero en la sala de esgrima nos pusieron 20

¿Tomamos la senda equivocada?


Rosina Valcárcel,
Perú.


DE ATRIBUCIONES, Augusto Monterroso


No hay escritor tras el que no se esconda, en última instancia un tímido. Pero es infalible que hasta el más pusilánime tratará siempre, aun por los más oblicuos e inesperados modos, de revelar su pensamiento, de legarlo a la humanidad, que espera, o supone, ávida de conocerlo. Si determinadas razones personales o sociales le impiden declararse en forma abierta, se valdrá del criptograma o del seudónimo. En todo caso, de alguna manera sutil dejará la pista necesaria para que más tarde o más temprano podamos identificarlo. Existen los que tiran la piedra y esconden la mano, como Christopher Marlowe, el bardo inglés que escribió las obras de Shakespeare; o como el mismo Shakespeare que escribió las obras de Bacon; o como Bacon que escribió las que los dos primeros publicaron con el nombre de Shakespeare.

La timidez de Bacon es desde luego explicable, pues pertenecía a la nobleza y escribir comedias era (y sigue siendo) plebeyo. Que Shakespeare haya permitido sin alarma que sus ensayos llegaran hasta nosotros firmados por Bacon ya es menos claro, a no ser que ése fuera el convenio. En cuanto a Marlowe, ¿no es autor él mismo de excelentes tragedias? ¿Por qué entonces creyó indispensable atribuir sus sonetos a Shakespeare? Pero dejemos a los ingleses.

Entre los españoles, gente individualista, ruda y enemiga de sacar del fuego, como ellos dicen, la castaña con mano ajena, las cosas no van por el mismo camino. Entre éstos, pues, no hay quien crea que alguien pueda llamarse Cide Hamete Benengeli o Azorín; y constituyen probablemente el único pueblo en que los escritores escogen seudónimos para no atreverse después a usarlos del todo, como si temieran que por cualquier azaroso siniestro el mundo no llegara a conocer en definitiva su verdadera identidad. Así vemos que se dice Leopoldo Alas Clarín, o Mariano José de Larra Fígaro. Nada de Colette o Vercors. Juan Ramón Jiménez, poco antes de morir, se veía perseguido por esta duda: "Pablo Neruda, ¿por qué no Neftalí Reyes; Gabriela Mistral y no Lucila Godoy?" Todos saben quiénes son desde el autor del Lazarillo de Tormes hasta el de los más modestos anónimos que llegan por el correo. Y nadie acepta ya que el autor del Quijote de Avellaneda sea otro que Cervantes, quien finalmente no pudo resistir la tentación de publicar la primera (y no menos buena) segunda versión de su novela, mediante el tranquilo expediente de atribuírsela a un falso impostor, del que incluso inventó que lo injuriaba llamándolo manco y viejo, para tener, así, la oportunidad de recordarnos con humilde arrogancia su participación en la batalla de Lepanto.

Augusto Monterroso,
Guatemala.