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jueves, 12 de noviembre de 2009

Julio Carmona: "JUAN RAMÍREZ RUIZ: EN LA PERIFERIA DEL HOMBRE Y EN LO HONDO DEL POETA"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.



(Avance de un trabajo mayor)

Al proponerme hacer la introducción de este artículo, paré en mientes que nunca fui presentado formalmente a Juan Ramírez Ruiz. Pero, desde los “años maravillosos” de la década del setenta, supimos reconocernos y saludarnos, a la distancia. Las décadas de los 70 y 80 estuvieron saturadas de hondos resentimientos o desconfianzas mutuas o recíprocas. Era una suerte de muros invisibles la que distanciaba a los grupos. La pasión política (muchas veces prejuiciosa y la más de las veces no esclarecida) tuvo mucho que ver en ese derrotero (de ruta y derrota).

Mi conocimiento de Juan Ramírez Ruiz hombre fue, pues, periférico, aunque respaldado por el respeto que su primera obra, Un par de vueltas por la realidad, me inspiró (y que la subsecuente, Las armas molidas, reafirmó). Creo haberlo escrito –al poco tiempo de conocida su desaparición física–: la última vez que nos vimos, en una exposición de pintura de Bruno Portuguez, en Chiclayo, nos dimos la mano y nos saludamos con un calor impropio del pasado, pero esclarecedor de que a los hombres no los separan los sentimientos sino los resentimientos.

Releyendo su poesía, me convenzo de que su sentimiento –excluyendo matices– no era diferente del mío. Fueron los resentimientos camuflados como ideología de grupo (Hora Zero, en su caso, y Primero de Mayo, en el mío) los que marcaron la distancia. Por ello, ese reencuentro, cálido, después de más de veinte años, me alegró; aunque también me causó desazón, porque lo vi muy desmejorado, no sólo físicamente porque su vitalidad de antes ya no era la misma, sino porque no vi en él esa fuerza en la mirada que lo singularizaba, aunque sí -siempre- la sonrisa enigmática (que muy bien ha captado la difundida foto en que aparece con su libro, Las armas molidas, en las manos).

No es éste, pues, un testimonio completo (como el de muchos otros manifestantes que tuvieron la oportunidad de tratarlo de cerca). No obstante es la opinión de un lector de su poesía. Seguramente, tampoco es una lectura completa, porque no puedo dejar de parcializarme. Es una costumbre lectora (discriminadora) que quedó como resabio de esa desconfianza política arriba acusada. Y, por ello, voy a pasar por alto el estudio estructural, estilístico o de renovada técnica poética (que la hay, y muy notoria) de su obra. Voy, sí, a incidir en la proyección de su sentimiento que, siendo tan vívido, no puede negligirse, y que no deja de tener vínculos con la posición de clase reflejada, consciente o inconscientemente, en su Un par de vueltas por la realidad, la única que analizaré aquí; abarcar todo su corpus poético, sería entrar en contradicción con los límites concedidos por la revista a este artículo.

La realidad

Un indicio de esa postura tendenciosa de la poética de Juan, aparte su explícita formulación en los textos introductorio y epilogal del libro aludido, está en el mismo título de éste: su palmario vínculo con la realidad. Ésta –la realidad, considero– es la piedra de toque del trabajo poético, en particular, y artístico, en general. Y en el caso de la poesía, específica, de Juan Ramírez Ruiz, la realidad no es un tópico accesorio. No es un telón de fondo ni un abalorio de utilería dramática. Porque aun cuando en ella se traten temas descarnados (la pobreza, la miseria, la angustia humanas: puestas en evidencia con casos puntuales y hasta personales) no deja de sentirse un escondido regocijo de pertenecer a esa realidad, con júbilo, como se manifiesta desde el primer poema, repitiéndose la misma expresión (y otras sinónimas) en todo lo extenso del texto. La soledad, el pesimismo, la angustia, no constituyen una sumatoria conclusiva de esa visión de la realidad: “¡Oiga usted! ¡A qué tanta queja, por qué tanto lamento!” (Un par de vueltas… “Máximo de velocidad”). Y aquí es preciso destacar un elemento técnico, complementario de este subyacente optimismo: los signos de admiración, caídos en descrédito para la lírica, son reivindicados por esta poética (nótese su uso reiterativo en muchos de los poemas del texto elegido).

La solidaridad

Desde el primer poema (“El júbilo”, ya mencionado) se anuncia el rechazo a la soledad (un tópico tan caro al imaginario burgués o pequeñoburgués). Su contrario es el acto solidario, biunívoco o multívoco, y, en el poema “El júbilo”, se manifiesta en principio como un diálogo que aspira a la multiplicación: “(…) Elfina/ deja la tarde en la calle, avisa y que vengan, que se alejen de las ofensas, que descuiden la/ acechanza, el improperio, la alevosía,/ aviso, dilo y abandona las oficinas,/ corre, ven con todos, corre, separa tus dedos/ de las máquinas sumadoras, cierra, cierra,/ los libros, los llaveros, los insultos, éste es el júbilo,/ este es el júbilo, reconócelo, Elfina, éste es el júbilo.”

Y, de inmediato, se señala el camino con un epígrafe extraído de “El (supuesto) Manual de los nuevos ferroviarios”, que me arriesgo en conjeturar como el título proyectivo de otro libro de Juan. Y el epígrafe tiene título “VIA FERREA”. Y alude al viaje (que es, al mismo tiempo, la lectura del libro), que requiere de un medio y, en este caso, el poeta ha elegido la metáfora del tren que es, nos dice: “un conjunto de vagones y cuando un tren se mueve, se mueven todos los vagones”, ¿por qué no pensar en toda empresa humana: en toda acción social que reclama no sólo unidad sino además solidaridad?, porque “cuando un vagón no está enlazado con otros se sale de la vía férrea y termina entre matorrales o estrellado contra las rocas, deshecho.” ¿Es ésta, a la vez, una imagen premonitoria de su propio fin? Cuánta cercanía entre la expresión “termina entre matorrales”, y el verso tan rememorado de Heraud: “morir entre pájaros y árboles”. Juan Ramírez Ruiz, el gran reclamador de la solidaridad (como lo estamos sugiriendo), terminó atenazado por la soledad, y concluyó su viaje como un cadáver anónimo luego de terminar “entre matorrales o estrellado contra las rocas, deshecho”.

Esta contradicción (de fusionar dolor con alegría, solidaridad con soledad) es tan propia de los trágicos, y viene a mi memoria Federico Hölderlin, el gran romántico alemán: “Solamente en el dolor cobramos conciencia de nuestra libertad interior (…) Dolor o alegría son parejamente buenos y quizá también irreales” (pese a que todas las evidencias presentan a esa dupla de dolor y alegría como lo esencial de la realidad, su emparejamiento, su fusión los hace parecer irreales). Pero volvamos a la imagen del tren; no es éste sólo el medio, es también el fin, el viaje en sí, porque en él está el ser humano, por eso nuestro poeta se apresura a rechazar este terrible silogismo: “Un tren vale más que todos los que están dentro de él”. El viaje, que –para nuestro poeta– está constituido por los vagones y los seres humanos que van “dentro de él”, no vale por sí mismo sino por su destino, y “el destino de un vagón es el de todos los vagones”.

La alegría y la solidaridad (y sus opuestos dialécticos, el dolor y la soledad) son elementos consustanciales de la realidad, y lo son, por ende, del realismo poético. Por eso, Juan no admite que se le califique de “poeta puro”: “(Aquí la noche del 14 de mayo/ me enteré que he tenido un aire puro/ porque alguien lo dijo entre botellas de pisco de Ica/ con rabia y para insultarme)”, él prefiere autoproclamarse lo contrario: “poeta realista” (y lo hace –reitero– desde el título del libro) y, por eso, en la continuación de los versos citados del poema “(Paradero)”, dirá: “Y yo salgo a la calle a repartirme como obsequio./ Por las calles de mi país camino con un sonido./ Y soy un lugar con mucha luz, /soy un aullante canto ambulatorio,/ mi cuerpo está lleno de poemas y/ salgo a la calle a repartirme como obsequio.” Para concluir la requisitoria solidaria de este poema: “Y cuando el individualismo se enreda y me llega a las pelotas/ aquí estoy yo vivo y fogoso” (…) “Yo entrego mi vehemencia y mi amor/ a esta vía que se ensancha hacia toda la extensión del universo”. Y la solidaridad es parte de la visión ecuménica de nuestro poeta: “Porque –él sabe con todo realismo que– ningún problema es personal” (verso éste, del último y grandioso poema que da título al libro).

Si a Juan, en vida, se le encasilló en un tardío vanguardismo y hasta en un sedicente purismo (expresión que -como hemos visto supra- no le era del todo grata), hoy, que ya pertenece a la inmortalidad, podemos rescatarlo con todo derecho para el realismo poético que es también el realismo político y el realismo vivífico.