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miércoles, 1 de septiembre de 2010

Julio Carmona: Confesiones de Tamara Fiol, ¿un novelón indigesto?

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.
"Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de
http://www.mesterdeobreria.blogspot.com/

(PRIMERA PARTE)


Introducción

Miguel Gutiérrez escribió en su libro de ensayos La invención novelesca lo siguiente: “En general, los amigos –me refiero a los amigos del gremio– no se sienten felices cuando tú publicas. Cuando publiqué Hombres de caminos me sentí como ante un Tribunal. Con el dedo acusador uno de los amigos me dijo: ‘¡Has imitado a Faulkner!’. Otro: ‘Lástima. El tema del bandolerismo daba para una novela mayor’. Un tercero: ‘¡Qué descuidado eres con el lenguaje, Miguel!’.” (p. 159).

Y nos atrevemos a decir que a Miguel Gutiérrez las opiniones de sus amigos ‘le llegan (para usar un eufemismo) a la punta del pájaro’, pues quien lo entrevista –ficticiamente– pregunta:

“–Y tú, ¿cómo te sentiste?
–¿Quieres que te sea franco?
–Sabes que puedes confiar en mí.
–Sentí una erección formidable.” (Ibíd.)

Pero, después de leída la novela que aquí nos ocupa, Confesiones de Tamara Fiol (CTF) (1), creemos que Miguel Gutiérrez (MG, en adelante) debería deponer ese prejuicio que tiene respecto de “los amigos del gremio”, cuyas opiniones no necesariamente han de responder a oscuros resquemores o aviesas envidias, porque hasta dos de esas ‘opiniones de sus amigos’ a las que alude le son aplicables a CTF: ‘el descuido del lenguaje’ y ‘las limitaciones de la novela’.

Por lo que respecta al ‘descuido del lenguaje’, aquí sólo expondremos algunos ejemplos, como muestrario de evidentes errores, que difícilmente pueden anularse con el expediente de la “erección formidable”, ni con echarle la culpa al encargado de la corrección (Jorge Coaguila, quien figura como tal en los créditos editoriales, pues él –en todo caso– es corrector y no productor de errores). Pero, sin exagerar, se puede decir que son raras las páginas en las que no haya algún error (los márgenes del ejemplar que he manejado están saturados de notas y observaciones que ameritarían un artículo especial para explicarlas).

Y sobre ‘las limitaciones de la novela’, MG debería reconocer que es derecho de cualquier lector crítico opinar que ‘pudo dar para una novela mayor’. Pero si, ante este tipo de opiniones el autor se la va a pasar despotricando en ensayos posteriores, lo que se ha de entender de ello es que hay una cierta intolerancia a la crítica adversa y que, en todo caso, se quiere sólo una crítica complaciente, o que se está ninguneando a los opinantes o, por último, que todo ello responde a una piconada monda y lironda. Y de esa manera MG no hace sino contradecir lo que él mismo hizo respecto de Mario Vargas Llosa, cuando censuró el fin que da a uno de los personajes (Galileo Gall) de La guerra del fin del mundo, y dijo: “Con eso, me parece a mí, Vargas Llosa cerró la posibilidad de un desarrollo mayor de esa novela, como reflexión histórica” (2), o sea que sí se puede decir de una novela que “pudo dar para mayor” (aunque el autor considere que a él no le dio la gana de hacerlo así).

Y el hecho de que nosotros aquí creamos que el tema de CTF ‘daba para más’ explica el título de este comentario: “Confesiones de Tamara Fiol, ¿un novelón indigesto?” Aunque –es necesario aclararlo– la frase del interrogante la hemos tomado de la propia novela; en la p. 209, el narrador es recriminado por un interlocutor, de la siguiente manera: “Vamos, Morgan, déjate de cabronadas novelísticas. Lo tuyo es la crónica periodística. Convéncete. Y por lo que me cuentas de esa mina vas a terminar escribiendo un novelón indigesto.” (Cursiva nuestra).

Como se sabe, el novelista tiene libertades y licencias que le permiten transgredir el orden –y hasta la lógica– de la realidad. (3) Aunque esa libertad –también es preciso puntualizarlo–, como toda libertad, tiene sus límites, pues de lo contrario el escritor se convertiría en un iconoclasta antojadizo o un autócrata irredento. Y de ninguna manera creemos que sea ése el caso de nuestro gran amigo, y mejor novelista, Miguel Gutiérrez.

Obviamente, la condición amical que nos une a Miguel no nos inhibe sino, por el contrario, nos obliga a decir nuestra opinión de modestos lectores; modestia que –creemos– no ha de constituir un demérito de las observaciones que, desde una posición ideológica definida, nos sentimos llamados a hacer a cualquier obra frente a la cual tengamos algo qué decir. Porque nosotros creemos que no sólo los “críticos profesionales” tienen derecho a opinar; esto es algo inherente a todo lector. Opiniones que, por más limitadas o elementales o sesgadas que parezcan, son atendibles, si es que –como es nuestro caso– no buscan enervar la calidad narrativa del autor.

Desarrollo de las Confesiones

Y es pertinente señalar desde el principio que CTF viene a ratificar las virtudes narrativas de su autor, su dominio de la estructura novelística en sí, su capacidad de construir personajes humanos, no maniqueos, su habilidad para dosificar el suspenso y esconder los datos que, finalmente, iluminarán la sorpresa que el lector descubre como eficiente para la conclusión del relato, etc. Todo ello es insuperable en el trabajo artístico de MG. Pero esto, también hay que decirlo, gravita en el aspecto formal de la obra. Y bien se sabe que la obra no es sólo su aparato formal. También es portadora de un contenido, de una historia reflejada por los personajes que, quiérase o no, asimismo reflejan una determinada ideología, de la cual el autor –por más objetivo que se proponga ser– es, sin duda, responsable.

Y esa responsabilidad es relevada –como decisiva para el logro definitivo de la novela– por el mismo MG como teórico de la novela, en ensayos y entrevistas y hasta en artículos literarios. Por ejemplo, él dice que, a través de sus personajes, trata de “explorar el impacto de la historia, sobre todo cuando la historia está ligada a grandes acontecimientos, en la formación y transformación de una determinada conciencia” (“La novela del agravio”, Ibíd.) Y CTF trata de un acontecimiento trascendental: la guerra interna en el Perú de los ochenta. Un acontecimiento que, antes de ser tratado artísticamente de manera directa por MG –como en este caso de CTF– ya había sido abordado por él en su papel de crítico o estudioso literario (4), además de los trabajos artísticos precursores del tema que son sus dos importantes novelas: Hombres de caminos y La violencia del tiempo –como él mismo lo reconoce (5)–, novelas en las que apuesta por un nivel artístico que vaya “más allá de la visión que la novela proponga sobre este suceso histórico que ensangrentó el país y estremeció la conciencia de los peruanos” (Quehacer N° 132, p. 37), es decir, que la bondad artística no debe verse menoscabada por la propuesta ideológica que subyace en la novela, pero que tampoco ésta se vea clausurada por aquélla.

La novela de que aquí nos ocupamos había sido anunciada en varias ocasiones por su autor. Sin temor a equivocarnos, creemos que ya en el texto antes aludido “Épica y terror: un argumento de novela” (Quehacer N° 132-2001) se la insinuó. Dice ahí MG: “… otra idea más desatinada empezó a cautivarme: SL, acusado de impulsar una línea demasiado dura, necesita contar con una imagen femenina que sea como el rostro romántico de la organización senderista” (p. 47). Debo confesar que yo esperaba con gran expectativa la aparición de CTF, porque quería ver corroborada mi sospecha de que Tamara Fiol era la imagen femenina que constituiría ese rostro romántico, y, asimismo, ver si se lograba plasmar el principio, antes enunciado, del valor artístico dando forma a la propuesta ideológica o, para decirlo con palabras del mismo MG: ‘un suficiente nivel artístico (…) que tenga como trasfondo el clima creado por la guerra senderista’ (Quehacer, Ibíd., p. 37).

Desactivando el epígrafe

Vayamos por partes. Después de la dedicatoria de CTF se pasa a la página del epígrafe que vemos como un anuncio de “campo minado”, y nos vemos obligados a desactivar esa mina que es el epígrafe aludido:

"Digamos que ganaste la carrera
y que el premio
era otra carrera
que no bebiste el vino de la victoria
sino tu propia sal
que jamás escuchaste vítores
sino ladridos de perros
y que tu sombra
tu propia sombra
fue tu única
y desleal competidora".

Blanca Varela

Digamos, en principio, que el epígrafe es elección del autor (no del narrador, en tanto éste es otro personaje –también inventado por el autor– para que narre la historia de la novela). Y si, como en este caso, en ese epígrafe se reflejan aspectos relacionados con una determinada concepción del mundo, es obvio que es el autor quien los está proponiendo como atendibles, sin que de esto se pase a identificar las ideologías del autor del epígrafe y del autor de la novela.

Salvo declaración expresa en contrario, se hace una cita (se elige un epígrafe) porque se acepta su pertinencia. En el caso de CTF, la autora del epígrafe es la poeta Blanca Varela, quien siempre ha estado adscrita al canon de la poesía pura. Esto lo confirma el mismo MG cuando dice: “Blanca Varela, que luego de su vinculación con el grupo que se reúne en torno a ‘Las moradas’, vive la experiencia cosmopolita de París con Julio Cortázar y Octavio Paz y los existencialistas franceses, confiesa tener entre sus poetas preferidos a T.S. Eliot.” (La generación del cincuenta, p. 67).

Esa experiencia cosmopolita, existencialista, purista, apuesta por una visión pesimista, desencantada, escéptica, de la realidad; es más, para esa concepción el optimismo es una actitud digna de desconfianza. Y, leído el epígrafe, no se puede menos que percibir esas notas características del escepticismo, el pesimismo y el desencanto, en una palabra: el abismo (el callejón sin salida, el túnel hermético).

Todo ello saturado incluso con cierto humor corrosivo: “Digamos que ganaste la carrera / y que el premio / era otra carrera” (…) “que tu sombra / tu propia sombra / fue tu única / y desleal competidora”. Pero es una ironía que no redime del fracaso, porque si bien es cierto la lucha por algo (como todo en la vida) siempre tiene un lado positivo, aunque sea el hecho mismo de haber intentado cruzar el río, que –en sí– constituye alcanzar una meta: el haber vencido el propio miedo; sin embargo, no significa haber logrado la victoria; en tanto el objetivo final no se alcanzó. Entonces, el resultado no es una ‘victoria dulce’ sino ‘amarga’, y es así que la voz lírica, en segunda persona, dice: “que no bebiste el vino de la victoria / sino tu propia sal / que jamás escuchaste vítores / sino ladridos de perros”.

De lo dicho se colige que MG está admitiendo como válida esa manera de ver el mundo. Y, en la medida que CTF es la ficción que –en un artículo– MG se planteaba realizar, decía: "una ficción que no sea ni apología ni condena ni gratuito entretenimiento, sino una exploración honrada sobre un proceso tan complejo e intimidante, que dista de haberse cerrado, como nos los (sic) recordaron cruelmente las pavorosas imágenes de los atentados de Nueva York y Washington” (Quehacer N° 132, p. 40), se debe reconocer que, en efecto, MG acertó al elegir el epígrafe. Es decir, es aplicable a la acción armada de Sendero Luminoso.

Pero –cuidado– obsérvese que no lo está haciendo desde la perspectiva de la revolución, sino desde su propia decepción de ella. Y, en tal sentido, cabe preguntar: ¿MG está proponiendo que cualquier intento similar, que asuma la lucha armada como táctica para conquistar el poder por parte de las clases explotadas, siempre conducirá al fracaso? ¿Estamos condenados a asumir esa visión del pesimismo pequeñoburgués, que muy bien sintetizó Julio Ramón Ribeyro en la siguiente expresión: La tentación del fracaso?

Pero ¿es CTF una “exploración honrada” del conflicto?

Aunque esta debiera ser una conclusión a dilucidar al final, podemos empezar por ella, pues es el resultado que confirma o justifica el título de este trabajo. Y la respuesta la da el mismo narrador, Morgan Escott Batres (un periodista extranjero, corresponsal de guerra), quien dice lo siguiente: “… aunque mi trabajo resultara un golpe a mi economía, yo no pararía hasta terminar esta historia que, a medida que he ido investigando y recogiendo testimonios más que de la guerra, trata de la pasión amorosa de una luchadora y mujer de moral superior que sucumbe al poder erótico de un sujeto repulsivo como fue Raúl Arancibia.” (p. 221).

Y es así, en efecto: la novela CTF desmiente aquel anuncio del autor de que se proponía escribir una historia ‘que tenga como trasfondo el clima creado por la guerra senderista’, pues ésta –la guerra senderista– no aparece por ningún lado, y ni siquiera trata de una mujer senderista, sino de una mujer cuya condición de luchadora (resaltada por el narrador) no se llega a mostrar ni a demostrar, y cuya “moral superior” igualmente no se muestra ni se demuestra (sino todo lo contrario). Además, del texto mismo se desprende que Morgan no viene a documentar la guerra subversiva, sino a realizar dos reportajes, uno a las “Mujeres de Sendero” (que no es lo mismo que aquella, máxime si a quienes entrevista es a las senderistas prisioneras, y no a las militantes en actividad) y el otro reportaje o entrevista es a Tamara Fiol. Y se nota que estos dos asuntos lo apasionan más que la situación explosiva que se está desarrollando frente a sus ojos y sus oídos; un reportero de guerra muy sui generis que, por lo demás, no proyecta una figura edificante pues se solaza en sus aficiones de marihuanero (6), fumador empedernido, gran bebedor de cerveza y más preocupado por hacer el amor con una colega periodista, Muriel Tipiani, a la que igualmente cholea: “Muriel es una chica atractiva y recia (del tipo que he oído que aquí llaman cholo), de pechos breves y de curvas espectaculares.” (p. 56).

Este narrador, pues, no se iba a medir en repetir sin mesura todas las expresiones racistas que embadurnan la novela. Y de este exceso no puede exonerarse al autor, porque él ha podido poner una figura de contrapeso que hubiera exaltado los valores y perfiles positivos de las razas vilipendiadas: cholos, indígenas, serranos, negros, zambos, que son la inmensa mayoría de la población peruana, que ni siquiera figuran como masa o conglomerado anónimo, a manera de telón de fondo, porque sus presencias son esporádicas y de nominación puntual o particular.

Y, contrariamente a lo esperado, hay explícito un cierto pesar por la penuria de los “señores blancos” de Ayacucho, como cuando TF cuenta de un personaje que compró una casona a uno de esos señores y manifestó haberse sentido “una especie de estafador que se aprovechaba del hambre que venían padeciendo estos señores desde hacía muchísimos años, pues los únicos capitales que tenían eran sus antiguos solares y sus hijas, a quienes casaban con los catedráticos cholos (7) que habían llegado a Huamanga desde la reapertura de la Universidad de San Cristóbal” (p- 28). (8) Y, como juego de espejos, la misma TF sin conocer directamente a Cucho Canessa, lo describe como un “muchacho alto, atlético, blanco, castaño, guapo, buen basquetbolista y destacaba en matemáticas e historia” (p. 272), y cuando se entera de su asesinato siendo ya “Director del Servicio de Inteligencia de la Marina de Guerra, por terroristas presuntamente de Sendero Luminoso” (p. 347), sentirá conmiseración por él pese a que ella sólo lo conoce por las referencias que le da Raúl Arancibia –una especie de rival de Canessa, desde la niñez– en las que es rememorado como “un chico apuesto, lindo carismático, inteligente y solidario con sus compañeros, virtudes de las cuales Raúl Arancibia hacía escarnio” (p. 345). Son todas éstas remembranzas que hace TF, pero ella no manifiesta su rechazo cuando el mismo Arancibia le contaba que, en esa misma infancia, añoraba a un supuesto hermano que había sido robado por los gitanos, y de quien decía que “tenía la piel blanca, el pelo dorado, los ojos azules”, y con quien “trazaban los planes para dirigir la pandilla y hacer la guerra y derrotar y dominar a los cholos y negros del otro lado del río” (p. 158).

1 Miguel Gutiérrez, Confesiones de Tamara Fiol, Lima, Alfaguara: Editorial Santillana, 2009.

2 Abraham Siles Vallejos, “La novela del agravio”, entrevista a M.G., en: Quehacer, N° 77, Lima, mayo-junio, 1992, pp. 106. (Cursiva nuestra).

3 Una ilustración de esa libertad del novelista la da Arturo Pérez Reverte en El club Dumas. Ahí un personaje le dice a otro –haciendo referencia a Dumas–: “Aquel hombre rezumaba amor al pueblo y a la libertad”, y el otro le responde: “Aunque su respeto por el rigor de los hechos fuese relativo.” Y el primero retruca: “Eso es lo de menos. ¿Sabe qué respondía a quienes le acusaban de violar la Historia?... ‘La violo, es cierto. Pero le hago bellas criaturas’.” Arturo Pérez Reverte, El Club Dumas, Madrid, Santillana, 1999, p. 27.

4 Cf. Los andes en la novela peruana actual, Lima, Editorial San Marcos, 1999; El pacto con el diablo, Lima, Editorial San Marcos, 2007; “No pudimos descubrir el resplandor del fuego”, en Quehacer N° 39, Lima, febrero-marzo, 1986; “Épica y terror: un argumento de novela”, en Quehacer N° 132, Lima, septiembre-octubre, 2001.

5 “Tres de mis novelas” (alude a las dos mencionadas y a Babel, el paraíso) “escritas en la década del 80 y principios de los 90 tienen como secreto referente el clima cruento de guerra que vivía el país en esos años.” Quehacer N° 132, p. 38.

6 “La única vez que abordé este tema, a pedido de Muriel –estábamos en un hueco de Barranco, muy marihuaneados, a la luz de lamparines, pues había un apagón general–…” (p. 53).

Continuará.