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jueves, 21 de febrero de 2013

Julio Carmona: “El carnicero de Lyon, Un itinerario de muerte”

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C. "Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de www.mesterdeobreria.blogspot.com



Cuando alguien escribe sobre un acontecimiento cruel, negativo y hasta absurdo ocurrido en el pasado, yo suelo ponerme en guardia. Y esto me lo hizo ver Belén Gopegui –escritora vasca, de obra silenciada, obviamente, entre nosotros– en una excelente crítica que le hace a La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa. Novela esta que, después de leída, hace exclamar a algunos: ¡Qué horrorosa la tiranía de Rafael Leonidas Trujillo en República Dominicana, ocurrida antaño!; pero otros preguntamos: ¿y las atrocidades de Busch y de Obama, hogaño?
Y lo mismo suele ocurrir con La guerra del fin del mundo, del mismo Vargas: ¡Qué terrible violencia la de los canudos y la del ejército brasileño en los últimos años del siglo XIX! ¿Y la violencia de los sionistas en Palestina y de los mismos civilizados occidentales en los países árabes, en los siglos XX y XXI?
E igual ocurre con las versiones cinematográficas o narrativas de la segunda guerra mundial y sus más destacados protagonistas: los ingleses, los franceses y –como diría Piero– los americanos, y en el lado opuesto el nazi-fascismo con, por supuesto, Hitler y Mussolini (los soviéticos son actores de segunda, extras, metiches y –bueno– con una sola vela en el entierro). Con la reiteración de ese hecho siempre me tinca que se busca hacer un juego de espejos: ¡cuántos millones de judíos muertos! Y entonces surge la conclusión del silogismo: los muertos del presente, localizados en países aislados, hacen un número exiguo, comparados con aquel holocausto. Es más cómodo ver la paja en ojo ajeno. Es como si se dijera que los horrores del pasado minimizan los del presente.
Y, ante esa superposición de imágenes, a uno le dan ganas de retrucar: Oye, pero si en esa época no existía Israel como país o Estado; los países agredidos, y con más millones de muertos, fueron casi todos los Estados europeos (con excepción del Vaticano, aliado entonces de Hitler; y no olvidemos que fue Mussolini quien le dio status de Estado, en 1929; independiente de Italia. Los Pactos de Letrán son firmados por la Santa Sede y Benito Mussolini, primer ministro del Reino de Italia con poderes dictatoriales).
Y hago reflexión de todo esto, después de leer la novela El carnicero de Lyon, de Manuel Lasso, peruano residente en USA. Sin lugar a dudas, existe un solo personaje con ese apelativo que da título a la novela. Y no es otro que Klaus Barbie, el tristemente célebre miembro de las huestes hitlerianas que tantos crímenes cometiera no solo en Lyon, Francia, sino por todos los lugares por donde sus botas –equivalentes a los cascos de Atila– no dejaban crecer la yerba. Y mi primera reacción fue como aquella: ¿y ahora dónde lo pongo, si ya sabemos quién fue y cómo actuó y a cuántas personas asesinó? Y estuve tentado de abandonar la lectura. Pero –y es virtud del novelista– el personaje histórico y su anécdota pasaron a un segundo plano; el informe periodístico, el dato sociológico, las cifras estadísticas se esfumaron para dar paso a la acción y la pasión del personaje literario. Las palabras (como las imágenes en movimiento del cine) dan vida a otro ser. Del personaje histórico se nos dice que mató a cientos de personas en Europa o en Bolivia o en Perú, y nos horrorizamos por la magnitud del siniestro; pero al personaje literario lo vemos torturar y eliminar a sus víctimas, pero además lo vemos reírse de eso, vanagloriarse de eso y adorar a los jefes que le dieron la orden, y justificarse a sí mismo y, de paso, a ellos, con el rostro impasible y la conciencia sucia con la cruz gamada destilando sangre.
Pero la inveterada costumbre de no dejarnos obnubilar por la destreza técnica del narrador, nos lleva a preguntarnos, otra vez, ¿y ahora dónde lo pongo? Y es entonces que surge la responsabilidad del lector literario. ¿Me contento con la simple anécdota?, ¿es esa la intención de esta novela, y es que está tomando el tema como pretexto para hacer alarde de su virtuosismo técnico? o, por último, ¿hay un mensaje oculto, subyacente en esa estructuración? De ser así, ¿cuál es ese mensaje?: ¿otra vez “llorar sobre leche derramada” para minimizar la sangre vertida hoy con similar ensañamiento por otros carniceros, clones siniestros de aquel de Lyon? 
Y lo que hago es interpretar, a partir de los elementos proporcionados por la misma novela. Y veo abrirse una doble perspectiva. Por un lado, la que sugiere el propio protagonista, de convertirse en modelo para otros esbirros en América (especialmente, Bolivia y Perú), es decir, buscar el amparo de regímenes similares al suyo para que lo blinden y serles útil en sus respectivos países. Por eso, cuando se entera que los servicios de inteligencia de Israel le siguen los pasos como perros de presa: “Klaus siguió tosiendo, muy rubicundo, inhalando el aire con un silbido y con los ojos que se le salían, pero dio un último tosido y se calmó. Pensó que si la Mossad iba a secuestrarlo en La Paz o en Lima tendría que ponerse en los tobillos un collar con púas de acero como los de su doberman, para que a sus captores no les fuese tan fácil aprisionarlo.”
Y, por otro lado, se abre la otra perspectiva (a la vez sorpresiva) de las luchas populares (que tienen un único cordón umbilical que las une en todo el mundo), a partir del capítulo 15, se abre un nuevo frente narrativo: los republicanos españoles que, casi paralelamente, llegan a refugiarse en América. Y se constituyen en adoctrinadores de esas luchas (no olvidemos la participación de Alberto Bayo Giroud en los preparativos de la revolución cubana). Y uno de esos españoles, Iván Gonzales –protagonista del capítulo 15–, encuentra apoyo en el peruano Anselmo Sánchez y en su hija Manuela, siendo esta última quien tiene en sus manos la oportunidad de ajusticiar al “carnicero de Lyon”, convertido en “carnicero de Lima” (empleándose como fámula en casa de este), luego de que su padre fuera victimado por la policía secreta “peruana” asesorada por Klaus Barbie. La performance de este no solo lo convierte en “el carnicero de Lima”, sino de toda América Latina. Cada una de nuestras dolidas repúblicas ha tenido un Klaus Barbie en su historia. Es pertinente mencionar sólo a los más feroces: Rafael Leonidas Trujillo, Rep. Dominicana (1930-1961); Anastasio Somoza, Nicaragua (toda una dinastía: 1937-1956); Gustavo Rojas Pinilla, Colombia (1953-1957); Francois Duvalier, Haití (1957-1971); Carlos Castillo Armas, Guatemala (1954-1957); Fulgencio Batista, Cuba (1952-1959); Humberto Branco, Brasil (1964-1967); Hugo Banzer, Bolivia (1971-1978); Alfredo Stroessner, Paraguay (1954-1989); Juan María Bordaberry, Uruguay (1972-1976); Augusto Pinochet, Chile (1973-1990); Alberto Fujimori, Perú (1990-2000). Sin mencionar, por obvios, a los que han gobernado USA, lo cierto es que cada cual se empeñó en ser una “versión mejorada” de su común padre putativo.
Pero Manuelita Sánchez y su padre y los milicianos españoles y todos los mártires de esos carniceros en Nuestra América son nuestros padres y madres apodícticos. Nosotros somos herederos de las víctimas de esos carniceros. Si muchos de ellos fracasaron en su intento justiciero (como es el caso de Manuelita Sánchez, en la novela), con ese solo intento queda abierta la posibilidad de que otras Manuelitas Sánchez continúen con ese objetivo supremo de alcanzar justicia (sin olvido ni perdón) en contra del nazi-fascismo, porque si bien el “carnicero de Lyon” murió viejo y loco en su cárcel perpetua, sus herederos siguen adosando a su actividad carnicera el nombre de los pueblos que luchan por acabar con la ideología de los Hitlers y Mussolinis que gobiernan el mundo como líderes del ultra capitalismo liberal: el más feroz carnicero de la Historia Universal.

miércoles, 20 de febrero de 2013

José Manuel Lechado: La esclavitud industrial

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C. "Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de www.mesterdeobreria.blogspot.com




En su origen la palabra española «trabajo» remite a un instrumento de tortura, el tripalium. Y en alemán y ruso la etimología para «trabajo» (arbeit, rabot), de origen indoeuropeo, pertenece a la misma raíz que da lugar a la palabra «robot», que significa «esclavo». Si seguimos buscando en otras lenguas encontramos ejemplos parecidos que, como mínimo, nos dejan claro que el trabajo nunca fue plato de gusto.

Al menos ciertos trabajos: griegos y romanos distinguían entre «labor» y «trabajo» y usaban diferentes palabras para referirse a cada cosa. La labor era la tarea del hombre libre: la política, el debate filosófico, la caza, la guerra... Lo demás, la actividad productiva cotidiana, era casi todo cosa de esclavos. Una idea que, con o sin distinta terminología, se ha dado en todas las civilizaciones de la Historia hasta fechas bien recientes. En la Edad Media, el Renacimiento y en realidad hasta el advenimiento de la doctrina capitalista liberal, el trabajo manual no sólo era cosa de siervos o castas inferiores: es que estaba mal considerado. Ser artesano, maestro, agricultor o lo que fuere se consideraba una mancha en el currículum social del individuo. En la literatura española del Siglo de Oro se hace alarde de la vagancia del hidalgo, que no da un palo al agua en su vida y presume de ello, dejando por rústico y poca cosa al que se gana el pan con el sudor de su frente.

Esta mentalidad se mantuvo durante siglos, hasta que el auge de las naciones protestantes y el triunfo de la burguesía establecieron una nueva mitología en torno al trabajo como indicador de éxito, garante de la Gracia Divina y signo de salvación. Poco a poco, y no sin resistencias, esta filosofía ha ido extendiéndose por toda la Tierra y en la actualidad incluso naciones tenidas por perezosas, como la española, enarbolan la bandera del trabajo como virtud máxima del ciudadano.

Sin duda el ser humano disfruta manteniéndose ocupado y quizá sea excesivo considerar, como hacían los antiguos, que el trabajo sea una mancha. No obstante, cabe preguntarse también si el desplazamiento hacia el lado contrario del péndulo es tan bueno como nos dicen: ¿hasta qué punto el trabajo es una bendición tan fantástica como nos quieren hacer creer?

Ante todo hay que tener en cuenta que la historia del trabajo que nos venden los grandes medios de desinformación es falsa: el esclavo antiguo no era libre, pero su vida no era necesariamente tan horrible como nos pintan en las películas. De hecho, la mayor parte de los esclavos antiguos llevaba una vida que, desde nuestra perspectiva, nos parecería bastante normal, incluso más que aceptable. El cine y la literatura contemporáneos nos ha mostrado una imagen de la esclavitud antigua por completo siniestra, pero eso es porque Hollywood, el gran generador de propaganda del capitalismo, deforma la historia para hacernos creer, deliberadamente o no (quizá sea sólo porque la maldad resulta más efectiva en pantalla), que todos los pueblos han tratado a los esclavos tan mal como lo hacían los puritanos estadounidenses y los civilizados europeos que, durante el siglo XIX, extendieron su miserable concepción de las cosas por todo el planeta.

Que la esclavitud, a la antigua o a la moderna, es detestable, no hay quien lo niegue. Sin embargo, cabe preguntarse si las cosas han mejorado para el trabajador actual. El fin de la esclavitud no vino, pese a lo que se suele creer, por el resultado de la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. Este episodio local sirvió ante todo para liquidar la lucha entre dos concepciones económicas muy diferentes con la victoria del capitalismo industrial tal y como lo conocemos. Se culminaba de este modo, durante la segunda mitad del siglo XIX, un proceso que había empezado mucho antes, a principios de ese mismo siglo, con las primeras leyes británicas contra la trata y crianza de esclavos.

Curiosamente los británicos habían sido los mayores negreros y los que más beneficio habían sacado de la trata. ¿Por qué este interés más o menos repentino en acabar con un negocio tan boyante? Porque la industrialización, que comenzó en Inglaterra partiendo de los inmensos beneficios obtenidos precisamente del trabajo servil y de la venta de esclavos, puso de manifiesto una serie de realidades por completo nuevas en el universo del trabajo y el comercio.

La principal y más importante, la constatación, hecha en las fábricas del Reino Unido, de que un obrero asalariado trabaja mejor, es más fiable y sale más barato que un esclavo. Por otra parte, la firme determinación británica de acabar con la competencia «desleal» que para su comercio en expansión representaba el trabajo esclavo en otras naciones. Había que convencer al mundo de las bondades de la economía capitalista, con su mercado de trabajadores libres. Libres, aunque explotados más allá de toda medida, como nunca jamás lo había sido esclavo alguno.

A lo largo del siglo XIX se va estableciendo el cambio necesario de mentalidad para adaptar la producción, la economía y toda la sociedad a estas nuevas reglas del juego que perduran hasta hoy. El concepto de trabajo fue elevado a la categoría de virtud y al mismo tiempo se acababa con la lacra de la esclavitud que, por supuesto, tenía sus detractores entonces, como los había tenido en todas las épocas. Ciertas interpretaciones del socialismo también contribuyeron a este proceso, con su mitología del trabajador como héroe de la sociedad. Así se fueron poniendo los cimientos del mundo contemporáneo.

El proceso fue rápido y en cierto sentido fácil pero, por supuesto, no dejó de haber resistencias. Los propietarios de esclavos, por ejemplo, no vieron con buenos ojos esta nueva filosofía social, e incluso en España llegó a haber un partido negrero. Además, los nuevos trabajadores (los proletarios) serían libres, pero en realidad vivían bajo un régimen de explotación inhumano y, por si fuera poco, su extrema pobreza los mantenía atados a las fábricas y talleres con más solidez que las viejas cadenas. El sufrimiento del trabajador durante la Revolución Industrial constituye la base del movimiento obrero, una forma organizada y persistente de resistencia que, curiosamente, no había estallado (salvo casos esporádicos como el protagonizado por Espartaco) en los largos siglos de la esclavitud.

El proceso siguió adelante durante los siglos XIX y XX, en parte porque no carecía de fundamentos morales: la esclavitud era insostenible no sólo económicamente, sino desde el punto de vista social y humano. Por otro lado, el cambio de régimen de la masa trabajadora vino acompañado de ciertas «mejoras» que en parte fueron resultado de la propia lucha social, pero también aportación interesada de los grandes capitalistas.

La educación obligatoria, la sanidad universal, el servicio militar no clasista, los impuestos progresivos, los transportes públicos, la policía civil... Toda la batería de derechos y servicios públicos que fueron conformando, con gran lentitud y esfuerzo, el denominado Estado del Bienestar, tenían y tienen no obstante un lado oscuro: formar una masa trabajadora no ya eficiente, sino troquelada desde la cuna para ser piezas sanas, controladas y productivas de la gran cadena de montaje en que se fue convirtiendo toda la sociedad. 

Una sociedad concebida como máquina, en la que cada ser humano no es más que un elemento intercambiable, prescindible, con una vida útil y un precio calculado de antemano. Este es el gran resultado del capitalismo: la deshumanización de Todo. No es extraño que sea el mundo capitalista, el abanderado de la democracia y los derechos humanos, el que haya engendrado las peores dictaduras y acometido las guerras más salvajes de toda la historia. Pero incluso después de estos procesos que sacudieron el siglo XX y pusieron a nuestra especie al borde la extinción, el proceso no ha parado.

A pesar de las proclamas de la I Internacional a favor de la emancipación del obrero, de su lucha por liberarse de las cadenas del trabajo, y de las brillantes argumentaciones acerca del carácter alienante del trabajo asalariado por parte de conocidos autores como Proudhon, Marx o Paul Lafargue, tras la defección de la socialdemocracia y la victoria de la revolución bolchevique casi nadie mantuvo la propuesta inicial del socialismo, es decir, la definitiva liberación del ser humano: la del trabajo. Por el contrario, a lo largo del siglo XX y también en lo que llevamos del XXI persiste la maligna idolatría de ese concepto y es llevada a extremos tan delirantes que hoy incluso los ricos trabajan, lo cual es el colmo de la estupidez. Una masa de trabajo inagotable, absorbente y alienante con el único objetivo de mantener la máquina en funcionamiento, sin una finalidad clara y sin un progreso definido (más allá de las invenciones técnicas). El resultado: una humanidad cada vez más desquiciada.

Hoy, en el apogeo de la tecnología, proponer el fin de la civilización del trabajo para sustituirla por una cultura del ocio y la creación, mucho más humana y productiva, sigue siendo cosa rara y hasta mal vista. Por el contrario, se han acentuado todos los vicios del capitalismo hasta extremos de locura. Si la educación pública tuvo en sus orígenes una intención humanista, hoy, con o sin planes Bolonia, no se intenta siquiera disimular que el fin determinante del sistema educativo no es otro que disciplinar a los hijos de los trabajadores y generar «profesionales» entre los vástagos de las clases acomodadas, como corresponde a una sociedad cada vez más desigual y clasista. Del mismo modo, la sanidad parece orientada más como un taller de reparaciones que como un sistema que garantice la salud del común. El transporte público fomenta la expansión urbana y aleja a las personas más que acercarlas. La policía, que históricamente surgió como parte de la protección del procomún y el ordenamiento administrativo de la res pública, bajo el concepto de protección al ciudadano, ya no disimula su función pretoriana y represora en favor de los más ricos y de la propiedad privada. Y así la deseada sociedad global se ha transformado en una pesadilla obsesiva de control, producción y consumo.

En los últimos años el fenómeno del desclasamiento en las sociedades desarrolladas ha fomentado esta situación. La clase trabajadora, que constituye la mayoría de la humanidad, creyó ser clase media y adoptó los vicios tontos de esta casta grisácea que sólo destaca, como su nombre indica, por la más completa mediocridad. El esclavo o el obrero tenían al menos la esperanza en la revolución y el orgullo del luchador, pero el homo urbano contemporáneo sólo aspira a consumir más y más y no tiene otra bandera que el dinero. Dinero del que nunca dispondrá en cantidad suficiente, pero al cual adora —y en esto todas las clases comparten la fe— como al único dios verdadero. 

El servum romano y medieval, el trabajador antiguo, fuera o no esclavo, no siempre estaba encadenado, no vivía sujeto a horarios rígidos, y su calendario laboral estaba repleto de fiestas y días de asueto. El trabajador actual no conoce el descanso. Su mal pagada jornada se prolonga lo indecible en horas extraordinarias que regala al patrón a cambio del privilegio de poder trabajar. Y en sus ratos libres se somete a una rutina agotadora de ocio-consumo que le ata aún más, vía deuda, a esas cadenas invisibles que la mayoría no lograrán quitarse en toda la vida. Charlie Chaplin yalo reflejó magistralmente en la película Tiempos modernos: el trabajador de la sociedad industrial es el esclavo más esclavo de todas las eras, pues ya ni siquiera se le considera humano. No es más que un engranaje y, como tal, cambiable, prescindible.

La esclavitud industrial es el gran regalo cotidiano que nos hace a todos el capitalismo. Bajo el esplendor de una sociedad tecnificada, llena de luz y de conceptos hermosos, se esconde (pero no demasiado) el peor momento de toda la historia (de por sí triste) de la civilización. El miedo lo domina todo. Miedo al Estado y a sus fuerzas represivas, miedo al paro, a la miseria (o al no-consumo), a la delincuencia, a las enfermedades, al clima...

La etimología de tripalium quizá sea falsa, pero la sociedad idólatra del trabajo ha convertido la vida del ser urbano en un tormento peor y más duradero que el de Sísifo: ansiedad, obsesiones, angustia producida por una precariedad eterna que frena a todos el acceso al falso paraíso del consumo. Y ahora el amo ni siquiera está obligado a dar cobijo y comida al esclavo. En los viejos tiempos los amos más despreciables hacían horro (libre) al esclavo viejo. De aquí viene el término «ahorrar», pues de este modo, cuando el siervo ya no podía trabajar más, los amos se evitaban pagar la manutención y cobijo del que les había servido.

El amo actual es mucho más miserable que aquellos canallas, pues al tiempo que acumula riquezas más allá de toda capacidad de gasto, el rico contemporáneo, el «triunfador», «ahorra» continuamente de sus nuevos esclavos. Esclavos que ni siquiera saben que lo son y que ansían trabajar más y más, incluso gratis, porque el trabajo se ha convertido en el gran valor social.

Una sociedad sana debería aspirar a la abolición del trabajo, como se sugirió por última vez durante el Mayo del 68. Para eso inventamos máquinas: para trabajar lo menos posible. Pero lo cierto es que nunca ha habido tantos trabajadores, ni trabajando tanto, como ahora. ¿Qué es lo que falla? Pues por abajo el miedo de los pobres a ser más pobres aún. Y por arriba, el miedo de los poderosos a una sociedad liberada de la mayor de las prisiones: el propio trabajo.

Una humanidad libre de esta carga, dedicado cada cual a su «labor», a una actividad creativa y satisfactoria, sería también una sociedad equilibrada, formada por personas pensantes y reflexivas. Y en un ambiente así el rico, insolidario y avaricioso, no tiene cabida. Por eso se procura mantener a la gente cada vez más ocupada, bien en el tajo, bien en un ocio que muchas veces resulta más embrutecedor y cansino que el propio trabajo.

El trabajo no es una virtud, no ennoblece ni engrandece ni, utilizando el palabro de moda, «realiza». El trabajo, como se sabe, no es más que una maldición de Dios. Pero esto, en una sociedad que ha perdido todos los valores, tampoco tiene mayor importancia. En otras épocas, no tan lejanas, se reivindicó el valor del ocio, del tiempo libre, de un reparto de la riqueza que nos permitiera a todos trabajar menos y vivir más. Hoy nos batimos por conseguir un trabajo peor que el de un esclavo, que nos permita malvivir con las sobras de la sociedad de consumo.

Se publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

lunes, 11 de febrero de 2013

Julio Carmona: NI UN PASO ATRÁS

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C. "Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de www.mesterdeobreria.blogspot.com




No me puse a llorar en tu partida
Aquella tarde sin decirnos nada
Porque igual vuelve la noche cada día
Y se va igual con la cabeza gacha
En todo caso de qué serviría
El llanto o el rasgarse las hilachas
Si lo mismo es que duelen las heridas
Causadas con cuchillo o con hacha
Toda traición nos llega por la espalda
Mientras el mundo abre sus puertas anchas
Y los ojos no ven la retaguardia
Ellos deben ver limpio hacia la vida
El pasado es un bosque sin salida
Y el futuro las tiene como cancha

sábado, 9 de febrero de 2013

Julio Carmona: A CARMELA, CON AMOR...

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C. "Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de www.mesterdeobreria.blogspot.com

E. González Viaña

Eduardo González Viaña es, hoy por hoy, uno de los más prolíficos novelistas peruanos (descontando, tal vez, a Mario Vargas y a Alfredo Bryce). Pero esto no sería destacable, si no fuera acompañado de excelencia. Son varias las cualidades que subrayan esa valía: su prosa fluida y amena, un ingrediente humorístico muy bien dosificado, la singular construcción de sus historias, el desarrollo impecable de sus personajes, la descripción precisa de los ambientes, desechando cualquier barroquismo trasnochado. Ubicable nuestro autor y su obra en la ya reconocida generación del 60 de la literatura peruana, no existirá mezquindad capaz de regatearle esta ubicación ni esa calidad aquí relevadas.

Siempre estaré reconocido a Internet, medio electrónico utilísimo, que me ha permitido establecer contacto con tan destacado narrador de Nuestra América. Así como recibo sus mensajes, siempre motivadores, del "Correo de Salem", lo mismo ocurre con algunos emails personales (o llamadas telefónicas) a través de los cuales intercambiamos opiniones sobre temas literarios. Todo ello habla de su calidad humana, de una sencillez y jovialidad encomiables, no empañadas por la situación expectante con que su obra destaca en el consenso de la literatura americana.

Él ha tenido la generosidad de enviarme su novela El amor de Carmela me va a matar (Lima, Editorial Universitaria: Universidad Ricardo Palma, 2011). Y la he leído de un tirón. Es una novela que tiene la virtud de atrapar al lector (al menos, lo ha hecho conmigo) y de conducirlo, de sorpresa en sorpresa, hasta la última línea. Son sorpresas que incluso causan cierta desazón, porque -como en los encabalgamientos del verso- el lector piensa que la historia toma un "camino equivocado", es decir, un camino que no se desea: la muerte de la protagonista. Pongo el ejemplo puntual. El capítulo XXVIII, se titula : "No seas loca, mamá", está formado por un email que el hijo de la protagonista le dirige, haciéndole una reconvención por su -según él- descabellada decisión de abandonar USA y regresar a su natal Santa Marta, Colombia. Por supuesto, el hijo piensa (como toda la familia, incluido el ex-esposo y las amigas) que a Carmela le está yendo de maravillas en el país sin nombre. Pero es todo lo contrario. Y no es que el amor de Carmela vaya a matar a alguien, sino que Carmela sin amor ya se siente muerta en vida. Y faltando, pues, ya tres capítulos para que termine la novela, el XXIX, lleva este título "decepcionante": "Muerte de la madre". ¡No! ¿O sea que va a morir Carmela? Pero no es así. Era una táctica narrativa para mantener el suspenso. Y, en realidad, quien muere es la madre de Carmela.

En la solapa del libro hay algunos comentarios que relevan el leitmotiv del libro: el drama de los inmigrantes en USA. Y, en efecto, Carmela lo es; pero, a sus años (una mujer ya bastante madura, pero no "descartable", para usar el término que describe a la perfección el consumismo de la sociedad gringa), no ha viajado a USA para conseguir trabajo y realizar el "sueño americano". No. Ella ha sido conquistada, a través de Internet (¡también para esto se presta!), por un gringo que le ofrece matrimonio. Y le envía sus pasajes de ida y vuelta. Pero la "realidad" es otra. En realidad, es un sujeto desquiciado que, prácticamente, la secuestra y la chantajea por su condición de ilegal (que él ha propiciado), y la hace trabajar para él, como una esclava. 

Entonces, se tiene que hacer un ajuste a lo señalado arriba. El leitmotiv no es, en el fondo, "el drama de los inmigrantes". Este es, si se quiere, su decorado, su parafernalia. En esencia "el amor de Carmela..." es el símbolo del engaño al que están sometidos los pueblos dependientes del imperio (de cualquier imperio). Que ven a la metrópoli como el faro que anuncia la salida del vendaval. Y que -pasado el relumbrón- no era sino la luz del candil que atrae a la mariposa nocturna.

Y esta decepción que es, por cierto, un tema dramático, en esta novela no se desvía hacia lo melodramático, lo cual se logra con ciertas pinceladas de humor que -ya lo adelanté al comienzo- tienen la virtud de estar bien dosificadas. Y entonces podemos decir que asistimos al desarrollo de una tragicomedia. Porque, si bien Carmela sucumbe, primero, a la voz meliflua de su primer esposo, y logra rebelarse en busca de su libertad; sin embargo, vuelve a ser víctima de otro canto de sirena. Que tampoco logra destruirla. Tal vez, como el Ulises mitológico, se ha hecho inmune a esos encantos. Y tiene la capacidad de reaccionar, con ciertos efectos, al final, de la novela policial; pero con la efectividad del mensaje alentador que, repitiendo al poeta, sentencia: "todos los incurables tienen cura/ cinco segundos antes de la muerte."
  
Julio Carmona